jueves, 10 de marzo de 2016

LA PIEDRA DE LA ENCANTADA. " Así nos lo cuenta, Juan García Atienza.

Esta historia legendaria sucedió en la Murcia visigoda, concretamente en la comarca de Moratalla. Allí vivía la joven condesita Ordelina, prometida desde niña por su padre al noble Sigiberto, que sentía por ella, no se sabe con certeza si por atavismo o por sentimiento profundo, un sincero amor que parecía ser correspondido por la noble doncella. Pero sucedió que el padre de la condesa falleció repentinamente poco antes de llevarse a cabo los esponsales y su heredera, viéndose de pronto libre de compromisos contraídos, rompió el suyo con Sigiberto para casarse con su rival, Hiderico. El matrimonio se celebró la víspera de San Juan, cuando aún estaban recientes los funerales del conde. Y estaba a punto de consumarse en aquella noche especialmente mágica, cuando el espectro del padre muerto surgió furioso en la alcoba nupcial y, tras reprocharle a su hija no sólo la traición cometida, sino el pecado de celebrar su matrimonio precisamente en aquel día santo, arrancó a la aún doncella de los brazos de su esposo, que se encontró de pronto estrechando a un cadáver.
El alma encantada de la doncella fue conducida por su padre, con todas sus joyas y sus pertenencias más valiosas, al paraje llamado de Benamor y allí fue encerrada para siempre en una caverna que se esconde detrás de un enorme peñasco y junto a una fuente. No hubo condiciones que pudieran paliar aquel castigo, que fue pronunciado por el conde para que se prolongara hasta la resurreción de la carne. Y, desde entonces, la condesa condenada, confiada a la custodia de un enorme y fantasmal esclavo negro, permaneció prisionera de la tierra. Sólo obtuvo permiso para salir de su encierro apenas por unas horas, y precisamente en la noche mágica de San Juan, durante la cual podría pasear libremente por los alrededores hasta el amanecer. Únicamente en aquella fecha se abriría la peña que cerraba la cueva para dejarla salir y deambular trágicamente junto a la fuentecilla que manaba en aquellos parajes, llorando su desgracia.
Allí alcanzaron a entreverla gentes de muchas generaciones, transformada en un bello espectro que paseaba cubierto de joyas arrullada por el murmullo del agua, hasta que las primeras luces del día más largo comenzaban a barrer las sombras mágicas de la víspera sanjuanera. El lugar se convirtió en un rincón maldito, evitado por todos, aunque el fantasma jamás dio muestras de animosidad hacia nadie. Pero, desde entonces, pocos se atrevieron a pasar cerca de aquellos parajes por estas fechas precisas.
Pasaron los años, incluso los siglos. Muchos siglos. Murcia vivió gloriosamente el largo dominio musulmán y los violentos avatares de la conquista aragonesa. Ni moros ni cristianos olvidaron la remota maldición que flotaba en aquel lugar y el fantasma de la condesa siguió apareciendo cada año en el día fijado, sembrando espanto entre los musulmanes y mozárabes. Y así llegó el siglo XV y hasta algunos se atreven a concretar la fecha en el año de gracia de 1400.
   Vivía entonces en Moratalla una muchacha de buena cuna, doña Castellana Fajardo, hija del comendador de la villa y, por las referencias, tan hermosa como caprichosa. Consciente del poder de su belleza, jugaba con sus múltiples enamorados y, sobretodo, con el más constante de ellos, don Pedro López de Villora, descendiente de uno de los doce profesos de Santiago que establecieron su encomienda en aquellas tierras. Y un día cercano a la fiesta de San Juan, en el que él le pidió que definiera de una vez por todas sus sentimientos y sus intenciones hacía él, la muchacha, sin pensarlo dos veces, le pidió:
    -Ya sabéis que la encantada de Benamor aparece todas las noches sanjuaneras a pasear por los alrededores. He oído decir que va cargada con todas sus joyas y que, entre ellas, luce un antiquísimo collar de perlas. Eso es lo que quiero que me traigáis el día del santo como prueba de vuestro amor.
    Don Pedro, que al fin era guerrero, no vaciló ante el reto que se le proponía. No es que no creyera en los espectros, pues quién no creía entonces en ellos! Pero pensó que podría vencer fácilmente sus propios temores, sobre todo teniendo en cuenta que el fantasma era una mujer. Y así, en la fecha señalada y al caer la noche, acudió al paraje encantado y esperó a que dieran las campanadas de media noche.
      Al repicar en la lejanía la hora bruja, sonó un impresionante chasquido, se abrió el peñasco y dejó al descubierto un hueco negro, por el que salió casi flotando el fantasma de la condesa Ordelina, mirando en torno suyo como si despertara por milésima vez de su largo sueño. El caballero vio que no llevaba joya alguna y, disimulando el terror que comenzaba a embargarlo, se dirigió a ella pidiéndole su collar de perlas y diciéndole que de su posesión dependía su felicidad.
    La dama fantasmal lo escuchó entre triste y divertida, pareció dudar ante el atrevimiento de aquel joven y, de pronto, diciéndole que la siguiera, entró de nuevo en la caverna descubierta por la roca, seguida de cerca por don Pedro, que posó la mano en el pomo de su espada, dispuesto a defenderse de cualquier peligro que surgiera. Descendieron muchos escalones de piedra finamente labrada, tenuemente iluminados por luces espectrales que nadie habría adivinado de dónde salían, Las paredes de roca aparecían cubiertas por los mejores paños y alfombras orientales, y el suelo estaba pulido y brillante, como si un ejército de esclavos lo acabara de limpiar. Finalmente, al terminar la larga hilera de peldaños, alcanzaron una puerta cerrada que la mujer golpeó suavemente con los nudillos. Cuando se abrió apareció al otro lado el gigantesco fantasma negro que la guardaba, un ser del que todos habían oído hablar y nadie hasta entonces había acertado a ver. La dama pasó por delante de él, se dirigió a un cofrecillo y sacó del mismo el preciado collar, depositándolo en las manos del caballero.
   Pero entonces, la enorme mano del esclavo negro se abatió sobre el hombro de don Pedro:
       -No trates de llevártelo! Nada de cuanto hay aquí puede volver al mundo de los vivos -le dijo amenazador.
      Furioso, don Pedro se revolvió, al sentir que aquel ser pretendía impedirle que se llevara aquella joya que significaba la victoria de su amor. Echó mano a su espada y lanzó una estocada al corazón del negro. Pero el esclavo, de repente, se transformo en una nube de humo que se disolvió en la estancia y, súbitamente, todas las luces se apagaron, dejando el antro en total negrura.
    Era ya entrada la mañana de San Juan cuando unos pastores pasaron por el lugar de Benamor. de pronto, notaron que las ovejas se negaban a pasar por un determinado lugar. Se acercaron curiosos. Junto a la peña de la Encantada distinguieron un cuerpo y, al acercarse, comprobaron que se trataba de don Pedro, muerto y sin mostrar señal alguna de violencia. Como buenos cristianos que eran, lo recogieron piadosos, lo montaron sobre una mula y lo bajaron hasta Moratalla. Doña Castellana supo muy pronto el trágico fin de su enamorado, y su pena al pensar que era ella la responsable de que hubiera perdido la vida hizo que quedara muda para siempre.
      FIN.

Espero os haya gustado, daros siempre las gracias y desearos que paséis una muy buena semana. Hasta la próxima.

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