lunes, 8 de febrero de 2016

LOS MONJES ENCANTADOS

Las ermitas montserratinas que se reparten por las cumbres de la montaña han tenido desde siempre ermitaños que las han cuidado mientras hacían vida de penitencia en la soledad de los rincones donde se encuentran, entre las rocas y al cabo de caminillos inverosímiles. Pero, contra lo que cabría esperar, no todos los anacoretas han sido los santos varones que hemos imaginado, e incluso de alguno de ellos se cuenta que fue perezoso, mal devoto, poco piadoso y hasta, si se terciaba, su miajilla heterodoxo. Así dicen que sucedio con uno de ellos, hace ya mucho tiempo, por lo que, a su muerte, se reunió la comunidad del monasterio para decidir qué se hacía con su cuerpo, que aún se encontraba en el interior de la ermita sin que nadie hubiera acudido a darle sepultura. Los monjes se dividieron en dos bandos que no llegaron a ponerse de acuerdo, entre los que apostaban sin más por la santidad indiscutible del penitente y los que sospechaban de su no muy limpia andadura penitencial. Por lo tanto, media comunidad se negaba a enterrarlo en sagrado y clamó por que se dejase su cuerpo a la intemperie, para que las rapaces se lo fueran comiendo mientras su alma se pudría en el infierno. Mientras, la otra media lo defendía a capa y espada, con perdón, y apostaba por santificar el pequeño cementerio del cenobio acogiendo los restos del eremita fallecido.
Finalmente, los que confiaban en su santidad, desobedeciendo las órdenes del abad, que era de los que sospechaban de la poca santidad del ermitaño muerto, acudieron a recoger su cuerpo para honrarlo con las debidas garantías de salvación y recordar con un laude sus bondades. Formando una procesión, con su correspondiente cruz y sus cirios encendidos, subieron hasta la ermita y recogieron su cuerpo, al que comenzaron a bajar en angarillas. Pero sucedió que, mientras descendían de aquellas alturas, comenzó a soplar una tenue brisa que, uno a uno, fue apagando los cirios que portaban los monjes. Y cada vez que un cirio se apagaba, el monje que lo llevaba se convertía en piedra. Así hasta que todos los monjes quedaron metamorfoseados en una larga fila de imponentes peñascos, entre los cuales destacaba el que conformó el grupo del muerto y sus dos portadores. De esta forma se los puede contemplar todavía en nuestros días, en lo alto de la montaña. Lo que nunca se ha llegado a saber es si aquel prodigio sucedió porque el ermitaño era efectivamente un pecador o si se produjo porque los monjes desobedecieron las órdenes del abad, aunque éste hubiera podido estar equivocado.
FIN.


Simbólicamente, la montaña - cualquiera de las múltiples montañas sagradas que en el mundo han sido - ha representado desde épocas remotas el punto preciso de encuentro del cielo con la tierra. Todas las civilizaciones del planeta han tenido su monte sagrado, su morada de los dioses. Unas veces ha sido una montaña real. Otras, imaginada por la necesidad de trascendencia que el ser humano ha sentido desde sus albores. Pero en uno y otro caso, el monte ha constituido el punto preciso de referencia de la sacralidad, la meta donde se supone que cabe establecer contacto con lo divino.

Que paséis una muy buena semana, muchas gracias por estar ahí, hasta la que viene.

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