lunes, 28 de noviembre de 2016

LA ABADÍA DE CARUCEDO. Por "Juan García Atienza"

      Si tomamos el camino que conduce a Orense desde Ponferrada, a pocos kilómetros de esta localidad y junto al paraje minero de Las Médulas, que explotaron los romanos, se encuentra la laguna de Carucedo, ocupando el mismo lugar en el que, según una leyenda popular leonesa, se levantaba en los más oscuros tiempos medievales una de las abadías más importantes del territorio cristiano peninsular. Las crónicas ni siquiera  la consignan, pero dice el pueblo que los buenos monjes de aquel cenobio llegaron a constituir el auténtico espíritu de la comarca y que todos los habitantes del contorno los conocían y respetaban, no tanto por sus virtudes cristianas, que eran muchas, como por su aportación espiritual y material al progreso de aquella tierra, que se volvió fértil gracias a las obras de riego emprendidas en los ríos y arroyos vecinos por aquellos cenobitas, que sólo se dedicaban a sembrar el bien en torno suyo, ayudando a los pobres, enseñando a los campesinos y procurando por la salvación, tanto de sus almas como de sus estómagos.
      En una ocasión, los monjes llegaron a rizar el rizo de su espíritu compasivo acogiendo entre ellos a un niño cuyos padres habían muerto trágicamente al traerlo al mundo. El niño creció entre los cenobitas y todos ellos lo consideraron como el hijo añorado que sus votos les impedía engendrar. Pero nunca, ni de niño ni pasados los años y entrado en la edad adulta, le presionaron para que se hiciera monje como ellos. El muchacho, por su parte, les correspondía aportándoles todo su cariño, pero le tiraba más la vida de este mundo y el estado de emparejamiento al que se sienten destinados casi todos los humanos.
      Su meta inmediata, llegado el instante del despertar de la vida, fue casarse con la hija de unos buenos campesinos que vivían en las cercanías de la abadía. Y en todo momento, tanto los monjes como los padres de la muchacha vieron con buenos ojos aquel proyecto. Pero sucedió que no todo era agua de rosas en aquel dulce y tranquilo discurrir de la vida en la aldea que se había acogido a la protección de los monjes. Y el motivo fue que el noble propietario del cercano castillo de Cornatel, cuyas ruinas aún se alzan como sombras fantasmales por aquellos parajes, se fijó un mal día en la muchacha y, como señor que era de horca y cuchillo en ejercicio, concibió el deseo de llevársela consigo y hacerla suya, por las buenas o por las bravas, aun contando con que habría de despertar la protesta de todos: monjes, padres, prometido y la totalidad del pueblo. Y, naturalmente, sin contar tampoco con el consentimiento de la muchacha misma, a la que sabía enamorado del ahijado de los monjes. La cólera del muchacho fue la más peligrosa, porque, al darse cuenta de las intenciones del castellano, se juró a sí mismo que el señor tendría que pasar sobre su propio cadáver antes de salirse con la suya.
      Y así sucedió que, un buen día, mientras cazaba por los alrededores de aquellos parajes monásticos, el noble señor de Cornatel fue alevosamente atacado por alguien que lo asesinó a sangre fría y que dejó abandonado su cadáver en la zona agreste del paraje de Las Médulas, hasta que por fin fue encontrado por sus servidores, que habían salido en su búsqueda al comprobar al cabo de tres días su más que sospecha ausencia. Y como sucedió, al mismo tiempo, que el muchacho enamorado desapareció por entonces de la abadía sin dejar el menor rastro, las sospechas de todos recayeron sobre su persona, en la creencia colectiva de que, sin duda, había sido él el asesino del caballero.
      Pasaron largos años, durante los cuales el muchacho se convirtió en un hombre hecho y derecho muy lejos del lugar donde había discurrido su infancia y se habían roto sus ilusiones. Parece que combatió a los moros a las órdenes directas del rey de León. Pero en su ausencia nunca dejó de recordar aquellos tiempos de su pasado y un día, muchos años después, regresó a aquellos parajes dispuesto a recuperar sus ilusiones perdidas.
      Lo primero que hizo al llegar fue buscar discretamente a su amada, sin darse a conocer de nadie; pero tampoco nadie, ni campesino ni monje supo darle razón de su paradero. Todo lo más que pudo averiguar fue que un mal día se había marchado de allí acompañada de sus padres. Convencido finalmente de que no volvería a verla, rotas definitivamente sus más íntimas ilusiones, se acercó al monasterio y, sin ser tampoco reconocido por los monjes, solicitó profesar como religioso. Sometido a las correspondientes pruebas devotas y comprobada su sinceridad, fue admitido de buen grado en el seno de la comunidad. Allí dio muestras de un auténtico fervor religioso y de una profunda sabiduría, y en pocos años, gracias a su inteligencia y a sus virtudes, se ganó el respeto y la confianza de todos y llegó a convertirse en abad del cenobio.
      Su vida discurría plácida y tranquila, entregado como estaba a la piedad, al trabajo y a las buenas obras. Nada importante llegó nunca a turbar la paz del lugar, hasta que cierta noche llegaron al monasterio unos labradores atemorizados por la presencia de una criatura fantasmal que no sabían explicar si era una fiera o una aparición procedente del infierno. El abad, convencido de que aquellos campesinos se habían confundido en sus miedos, se prestó a acompañarlos en persona para ahuyentar con oraciones cualquier peligro que pudiera rondar por las cercanías. Se adentraron todos por el laberinto de Las Médulas, la antigua mina romana, y muy pronto atisbaron, en la oscuridad, la figura retorcida de una mujer a la que los campesinos confundieron con una bruja que habría venido a entregarles a todos a las iras del mismísimo demonio. Todos echaron a correr aterrados ante aquella aparición. El abad, sin embargo, adivinó algo instintivamente. En un arranque de intuición supo quién podía ser aquel ente fantasmal, que no era otro que la dulce prometida a la que había tenido que abandonar tantos años atrás, después de librarla de las garras del lujurioso señor de Cornatel. Ahora, la muchacha era un horrible fantasma de lo que fue; vestía como una penitente y, sometida a las abstinencias y a la soledad extrema de los montes, que ella misma se había impuesto, casi había llegado a perder la razón. Sin embargo, al ver acercarse al abad, reconoció también en él al amado que la abandonó. Y ambos, resucitada milagrosa y repentinamente la pasión que creían haber perdido y sin poder contener la alegría de aquel reencuentro, se confundieron en un apasionado abrazo en el que ni siquiera supieron ver el terrible pecado que estaban cometiendo, al olvidar la ley establecida por Dios y romper los votos que cada cual, por su cuenta, se había comprometido a cumplir.
      Con la loca alegría de su reencuentro, a punto estaban de ver realizado aquel amor contenido durante tantos años cuando se levantó de súbito un viento terrible, sonaron espantosos truenos que no venían del cielo, sino del interior mismo de la tierra, surgió una llamarada como el estallido de un volcán en lo alto de la montaña y, partiéndose las rocas en mil pedazos, brotó una impresionante catarata que, en pocos minutos y sin respetar vidas ni haciendas, anegó de agua todo el valle, convirtiendo en poco tiempo aquel lugar en un gran lago en cuyo fondo quedó presa la abadía y enterrados en el barro todos los que vivían en las cercanías.
      Cuando las aguas se calmaron y el barro se sedimentó, quedaba para siempre en aquel lugar sólo el recuerdo de lo que había sido. El lago se volvió transparente y silenciosa tumba de toda la vida que había latido en el valle. Y todos los aniversarios del desastre sonaron, desde el fondo de las aguas, las campanas del monasterio, que no se saben si clamaban por el pecado que cometió su abad o celebraban el reencuentro de los dos amantes que provocaron aquel desastre sin siquiera quererlo.
              FIN.

                                                                           ******

       Desearos una muy buena semana, espero que os haya gustado y hasta la semana que viene. Muchas gracias por estar ahí y que disfrutéis de los buenos momentos que el universo nos regala. Un abrazo.

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