sábado, 18 de junio de 2016

LA NINFA DEL JÚCAR. "Juan García Atienza".

      Si las leyendas se perdieran cuando desaparece el lugar donde sucedieron, ésta que ahora vamos a narrar aquí no formaría ya parte de la tradición conquense que la conserva, porque su entorno natural, la alegre orilla del cauce alto del Júcar, hace ya mucho que desapareció por aquellos parajes concretos, hundidos definitivamente por las aguas de la orilla norte del pantano de Alarcón. Por aquellas cercanías se alza un pueblo llamado Villaverde y Pasconsol, que unió en una sola las dos antiguas localidades que le prestaron su nombre y que constituyen el centro geográfico donde esta vieja tradición, amparada por la leyenda, se ha conservado hasta hoy mismo.
      Es aquella una comarca muy agreste, poco apta para cultivos y sí, y muchos para la caza. Fue lugar muy codiciado en aquellos tiempos medievales en los que los señores de la guerra se preocupaban muy poco o nada por fertilizar sus tierras y mataban su aburrimiento entre dos campañas persiguiendo venados y jabalíes durante los escasos tiempos de paz de que podían disfrutar. La ambición de aquellos señores de horca y cuchillo se cifraba en ampliar sus territorios y, cuando no había ocasión de acumular tierras por medio de las armas, concertaban matrimonios entre sus familias para que las bodas unieran territorios colindantes y así se ampliasen poco a poco las posesiones y los límites inciertos de los respectivos cotos de caza.
      Tal sucedió con el señor de cierto castillo que dominaba sobre estos dos pueblos. Tenía un solo hijo que heredaría todos sus bienes y, para ampliarle el patrimonio, apalabró su enlace con la hija, también única, de un señor vecino que era igualmente poseedor de una enorme extensión de tierras. Los dos jóvenes apenas se conocían y, en verdad, nada podían sentir el uno por el otro, pero ambos aceptaron sin rechistar la componenda de sus respectivos padres, porque ésa era la costumbre establecida y nada se interponía que incitase a protestar o a rebelarse contra ella. Así, establecidas las mutuas capitulaciones, la ceremonia del matrimonio fue fijada para un determinado día que no viene siquiera al caso. Y en ambos castillos, alejados el uno del otro aunque vecinos, se comenzaron los preparativos para el acontecimiento que iba a tener lugar. Mientras el joven heredero, ya cercano el día del enlace, salía solo de caza por aquellos parajes que ya se conocía desde la infancia como la palma de su mano.
      Cabalgaba por las cercanías del río Júcar buscando huellas en el barro que le descubriera el paso de las piezas cuando alcanzó a escuchar un canto femenino más dulce y más atrayente que la piedra del rayo. Olvidado repentinamente del motivo de su salida, dejó a los perros que rastrearan a su aire y fue acercándose a la orilla, descubriendo entonces que, en un remanso, entre los arbustos, una muchacha desconocida, más bella que la luna, secaba al sol sus cabellos recién lavados mientras salmodiaba aquella melodía que tan poderoso imán había servido. El joven salió de entre los árboles, y la muchacha, al advertir su presencia, tuvo tentaciones de saltar al agua y alejarse nadando, pero la figura arrogante del muchacho la obligó a esperarlo con una sonrisa, como si le hubiera estado aguardando desde mucho tiempo antes. Mientras se contemplaban en silencio, entre ambos pareció brotar una sensación nueva, arrebatadora, capaz de transformar y dar sentido a toda su vida. En ellos, sin que ni siquiera llegasen a darse cuenta, estaba naciendo a borbotones un amor que ninguno de los dos había sentido hasta entonces. Un amor que no necesitaba de palabras para manifestarse y que al joven noble le hizo olvidar súbitamente todo el plan de vida que se había o que le habían trazado. De pronto supo con claridad meridiana que su existencia dependía de estar cerca de aquella mujer que tenía expectante ante sí. Y nada le importó más que tenerla a su vera, permanecer a su lado y prolongar aquella cercanía hasta más allá del tiempo. Sus manos y sus cuerpos se unieron como si quisieran formar parte de un solo ser, y todo cuando no fuera aquel profundo contacto dejó de tener importancia en la soledad de la floresta junto al río.
      Así, unidos, como una sola alma en dos cuerpos a cada instante más identificados, transcurrió el día, la noche siguiente y el amanecer. Cada suspiro que exhalaba ella lo inhalaba él y la respiración de ambos se hizo una sola y sus voces, apenas murmullos que sólo ellos entendían, se volvieron música sentida más allá del entendimiento.
      Sin pronunciar palabra, ella le hizo entender que era una ninfa del río, que deseaba su compañía y que nunca más podría separarse de él. Tendiéndole la mano le invitó a penetrar con ella en la corriente. Caminaron hasta alcanzar el centro, hasta perder pie y dejarse arrastrar por las aguas y hundirse en ellas y desaparecer bajo su transparencia hasta llegar, en lo más hondo, a una cueva por cuya bocana pasaron juntos y tomados de las manos, para seguir descendiendo y atravesar una puerta que se abrió sola ante ellos y les dio acceso al palacio más maravilloso que el muchacho hubiera podido imaginar y que, a partir de entonces, habría de convertirse en su hogar para toda la eternidad.
      Mientras, en el castillo, el padre había advertido alarmado la ausencia del hijo, tan larga ya que no imaginaba que pudiera obedecer al capricho obsesivo de sus aficiones cinegéticas. Los perros habían regresado sin él, como buscándolo entre los fosos y los bosquecillos cercanos al castillo. Y el padre, temiendo algún accidente, ordenó a todo el personal de la casa que saliera a buscarlo por los alrededores.
      Pero ni una sola señal permitió sospechar dónde podría encontrarse, ni vivo ni muerto. Pensaron en un ataque de las fieras que aún poblaban aquellos andurriales, pero no había restos, ni huellas, ni sangre que pudiera confirmar aquella tragedia. Pensaron en una huida del joven, temeroso ante el matrimonio que le aguardaba, pero tuvieron que abandonar la idea pensando que los perros lo habrían seguido. Por imaginar, imaginaron también que pudo caer al río y ser arrastrado por la corriente, pero rastrearon el cauce a lo largo de muchas leguas sin que apareciera señal alguna que confirmase aquella tragedia.
      Finalmente, el padre tuvo que aceptar que algún tipo de muerte misteriosa le había arrebatado a su hijo y único heredero. Nadie lo pudo consolar, ni siquiera la presencia amistosa de su vecino ni de la muchacha que estaba destinada a convertirse en su hija cuando el fallido matrimonio se hubiera celebrado. Poco a poco, se hundió en su tristeza, deseando la muerte que le llevase donde pudiera encontrarse de nuevo con su hijo. En poco tiempo, entregó su alma al buen Dios y sus vasallos abandonaron el castillo llevándose todo cuanto pudieron, porque nadie habría de venir a reclamarlo. Y, en poco tiempo, las piedras de la fortaleza se fueron desmoronando en silencio, hasta convertir el lugar en un informe montón de ruinas que las hierbas y las enredaderas salvajes no tardaron en cubrir. De aquel castillo no quedó más que el recuerdo entre los campesinos que antes habían sido sus siervos y que, desde entonces, no dependieron de más dueño que del recuerdo de aquel señor desaparecido en medio del misterio.
      Pero muchas noches, en las orillas del Júcar, como para confirmar una presencia imposible, se escucharon cantos y risas que llegaban del fondo de las aguas y que a muchos hicieron pensar que el joven amo perdido se encontraba vivo y, sin duda, feliz, en algún lugar más allá de la corriente que se precipitaba hacia las Hoces.
      FIN.

                                                                     ******

      El mundo de los seres elementales , ese mundo "en el que usted no cree", forma parte inalienable de la tradición popular universal. Siempre, desde que se nos configuró la conciencia, ha vivido entre nosotros. Y la humanidad, bajo cualquiera de las fórmulas cambiantes que le va exigiendo el paso del tiempo, sigue recurriendo a él y a su imposible presencia para justificar su inevitable y visceral tendencia hacía lo numinoso, al margen de las devociones y las doctrinas que se le han impuesto desde más allá de sus querencias espirituales inmediatas.

     Pasad un bonito fin de semana, muchas,muchas gracias por estar ahí, nos vemos la semana que viene. un abrazo.

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