Érase una vez...,A menos de mil millas de aquí...,Hubo un tiempo en que...fórmulas universales tan antiguas para poner en marcha el motor de la ensoñación, activar la conciencia y, como si se tratara del decorado de un teatro, transformar nuestro entorno en un paisaje diferente, donde desiertos y vergeles, hadas y brujas, princesas y criadas, sultanes y derviches, dragones y caballeros, océanos y cúpulas celestes se sucedan en la tramoya de nuestra imaginación. Cuando la voz entona el érase una vez, el pasado deja de ser tiempo remoto para hacerse presente y vislumbrar un espacio en el que cada uno de nosotros pueda ser cuanto quiera ser.
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Había una vez un hombre pobre que tenía un hijo. Cuando éste creció, su padre le envió a buscar un empleo. El chico viajó de un lugar a otro hasta que al fin encontró trabajo como pastor.
Al día siguiente su patrón le dio una flauta y le envió con las ovejas para comprobar qué tal se portaba. El muchacho no descansó en todo el día. Al contrario que otros chicos perezosos, llevó las ovejas de un lado a otro mientras tocaba la flauta.
Entre las ovejas había un cordero de lana dorada que se ponía a bailar cuando oía la flauta. El muchacho le tomó mucho cariño y decidió que no pediría a su patrón más paga que aquel corderito.
Al anochecer volvió a casa. El amo esperaba en la puerta y quedó muy complacido cuando vio que no faltaba ninguna oveja y que estaban bien alimentadas, por lo que empezó a negociar la paga con el muchacho. Éste le dijo que no quería más que el cordero de lana dorada. Al granjero también le gustaba mucho aquel cordero y, aunque de mala gana, acabó prometiéndoselo, pues comprendió que no le sería fácil encontrar otro pastor tan bien dispuesto.
Así pasó un año, al cabo del cual el muchacho recibió el cordero como paga y partió con él. Caía la noche cuando llegaron a un pueblo y se dirigieron a una posada para buscar cobijo. En la casa había una muchacha qué, cuando vio al cordero de lana dorada, decidió robarlo. a media noche se acercó a él, pero, en el momento que tocó el cordero, se quedó pegada firmemente a su lana, y así se la encontró el chico cuando se levantó. Intentó separarlos, pero no lo consiguió, y como no quería abandonar a su cordero, se los llevó a los dos.
Cuando pasó por delante de la tercera puerta de la casa donde había pasado la noche, sacó su flauta y empezó a tocar. Entonces el cordero comenzó a bailar y también la muchacha, que seguía pegada a su vellón.
A la vuelta de la esquina, una mujer estaba metiendo el pan en el horno. Al mirar hacía arriba, vio al cordero bailando y a la muchacha pegada a él. Cogiendo la pala del panadero para asustar a la muchacha, salió corriendo y gritando:
-Vuelve a casa y deja de hacer el tonto.
Como la chica seguía bailando, la mujer gritó:
-No vas a obedecer?
Y le dio un golpe en la espalda con la pala, que en el mismo momento se pegó a la chica. La mujer se quedó pegada a la pala, que estaba pegada a la chica, que a su vez estaba pegada al cordero de lana dorada. Y el muchacho partió con todos ellos.
Siguieron su camino hasta llegar a la iglesia. El muchacho empezó a tocar de nuevo, y el cordero empezó a bailar, con su lana pegada a la chica, la pala pegada a la espalda de la chica y la mujer al final de la pala. En un momento el cura salió de maitines y, al ver lo que pasaba, empezó a regañarles y a ordenar que no hicieran tonterías y que se marcharan a casa. Como las palabras no tenían efecto alguno, golpeó sonoramente a la mujer en la espalda con su bastón, pero, para su sorpresa, el bastón se pegó a la mujer y él se quedó pegado al extremo del bastón.
Con esta divertida compañía, el muchacho continuó su camino. Era de noche cuando llegó a la capital del reino y buscó alojamiento en casa de una anciana.
-Qué noticias hay por aquí?- preguntó el pastor.
La anciana le contó que había ocurrido una gran desgracia: la hija del rey estaba muy enferma y ningún medico podía curarla, pero si alguien conseguía hacerla reír se pondría bien de inmediato. Todavía nadie lo había conseguido, de modo que el rey, desesperado, había hecho un anuncio proclamando que quien hiciera reír a su hija la desposaría y compartiría el poder real.
El muchacho a duras penas pudo esperar hasta la mañana siguiente, tan ansioso estaba de probar su suerte.
Así que se presentó muy temprano ante el rey, le explicó sus deseos y fue recibido amablemente. La princesa estaba en la entrada del palacio. Entonces el pastor comenzó a tocar la flauta, el cordero de lana dorada se puso a bailar, pegada a su lana la chica, en la espalda de la chica la pala, al final de la pala la mujer, en la espalda de la mujer el bastón y al final del bastón el cura.
Cuando la princesa vio aquello, rompió a reír, lo cual puso al cordero de lana dorada tan contento que se lo sacudió todo del lomo, y el cordero, la chica, la mujer y el cura empezaron a bailar por su cuenta muy contentos.
El rey casó a su hija con el pastor, y nombró capellán de la corte al cura, panadera real a la mujer y dama de compañía de la princesa a la chica.
La boda duró siete días con sus respectivas noches, todo el país estaba desbordado de alegría, y aún estarían bailando si las cuerdas de los violines no se hubieran roto.
FIN.
******
Que paséis una muy buena semana, daros siempre las gracias por estar ahí y un abrazo para tod@s.
domingo, 26 de junio de 2016
sábado, 18 de junio de 2016
LA NINFA DEL JÚCAR. "Juan García Atienza".
Si las leyendas se perdieran cuando desaparece el lugar donde sucedieron, ésta que ahora vamos a narrar aquí no formaría ya parte de la tradición conquense que la conserva, porque su entorno natural, la alegre orilla del cauce alto del Júcar, hace ya mucho que desapareció por aquellos parajes concretos, hundidos definitivamente por las aguas de la orilla norte del pantano de Alarcón. Por aquellas cercanías se alza un pueblo llamado Villaverde y Pasconsol, que unió en una sola las dos antiguas localidades que le prestaron su nombre y que constituyen el centro geográfico donde esta vieja tradición, amparada por la leyenda, se ha conservado hasta hoy mismo.
Es aquella una comarca muy agreste, poco apta para cultivos y sí, y muchos para la caza. Fue lugar muy codiciado en aquellos tiempos medievales en los que los señores de la guerra se preocupaban muy poco o nada por fertilizar sus tierras y mataban su aburrimiento entre dos campañas persiguiendo venados y jabalíes durante los escasos tiempos de paz de que podían disfrutar. La ambición de aquellos señores de horca y cuchillo se cifraba en ampliar sus territorios y, cuando no había ocasión de acumular tierras por medio de las armas, concertaban matrimonios entre sus familias para que las bodas unieran territorios colindantes y así se ampliasen poco a poco las posesiones y los límites inciertos de los respectivos cotos de caza.
Tal sucedió con el señor de cierto castillo que dominaba sobre estos dos pueblos. Tenía un solo hijo que heredaría todos sus bienes y, para ampliarle el patrimonio, apalabró su enlace con la hija, también única, de un señor vecino que era igualmente poseedor de una enorme extensión de tierras. Los dos jóvenes apenas se conocían y, en verdad, nada podían sentir el uno por el otro, pero ambos aceptaron sin rechistar la componenda de sus respectivos padres, porque ésa era la costumbre establecida y nada se interponía que incitase a protestar o a rebelarse contra ella. Así, establecidas las mutuas capitulaciones, la ceremonia del matrimonio fue fijada para un determinado día que no viene siquiera al caso. Y en ambos castillos, alejados el uno del otro aunque vecinos, se comenzaron los preparativos para el acontecimiento que iba a tener lugar. Mientras el joven heredero, ya cercano el día del enlace, salía solo de caza por aquellos parajes que ya se conocía desde la infancia como la palma de su mano.
Cabalgaba por las cercanías del río Júcar buscando huellas en el barro que le descubriera el paso de las piezas cuando alcanzó a escuchar un canto femenino más dulce y más atrayente que la piedra del rayo. Olvidado repentinamente del motivo de su salida, dejó a los perros que rastrearan a su aire y fue acercándose a la orilla, descubriendo entonces que, en un remanso, entre los arbustos, una muchacha desconocida, más bella que la luna, secaba al sol sus cabellos recién lavados mientras salmodiaba aquella melodía que tan poderoso imán había servido. El joven salió de entre los árboles, y la muchacha, al advertir su presencia, tuvo tentaciones de saltar al agua y alejarse nadando, pero la figura arrogante del muchacho la obligó a esperarlo con una sonrisa, como si le hubiera estado aguardando desde mucho tiempo antes. Mientras se contemplaban en silencio, entre ambos pareció brotar una sensación nueva, arrebatadora, capaz de transformar y dar sentido a toda su vida. En ellos, sin que ni siquiera llegasen a darse cuenta, estaba naciendo a borbotones un amor que ninguno de los dos había sentido hasta entonces. Un amor que no necesitaba de palabras para manifestarse y que al joven noble le hizo olvidar súbitamente todo el plan de vida que se había o que le habían trazado. De pronto supo con claridad meridiana que su existencia dependía de estar cerca de aquella mujer que tenía expectante ante sí. Y nada le importó más que tenerla a su vera, permanecer a su lado y prolongar aquella cercanía hasta más allá del tiempo. Sus manos y sus cuerpos se unieron como si quisieran formar parte de un solo ser, y todo cuando no fuera aquel profundo contacto dejó de tener importancia en la soledad de la floresta junto al río.
Así, unidos, como una sola alma en dos cuerpos a cada instante más identificados, transcurrió el día, la noche siguiente y el amanecer. Cada suspiro que exhalaba ella lo inhalaba él y la respiración de ambos se hizo una sola y sus voces, apenas murmullos que sólo ellos entendían, se volvieron música sentida más allá del entendimiento.
Sin pronunciar palabra, ella le hizo entender que era una ninfa del río, que deseaba su compañía y que nunca más podría separarse de él. Tendiéndole la mano le invitó a penetrar con ella en la corriente. Caminaron hasta alcanzar el centro, hasta perder pie y dejarse arrastrar por las aguas y hundirse en ellas y desaparecer bajo su transparencia hasta llegar, en lo más hondo, a una cueva por cuya bocana pasaron juntos y tomados de las manos, para seguir descendiendo y atravesar una puerta que se abrió sola ante ellos y les dio acceso al palacio más maravilloso que el muchacho hubiera podido imaginar y que, a partir de entonces, habría de convertirse en su hogar para toda la eternidad.
Mientras, en el castillo, el padre había advertido alarmado la ausencia del hijo, tan larga ya que no imaginaba que pudiera obedecer al capricho obsesivo de sus aficiones cinegéticas. Los perros habían regresado sin él, como buscándolo entre los fosos y los bosquecillos cercanos al castillo. Y el padre, temiendo algún accidente, ordenó a todo el personal de la casa que saliera a buscarlo por los alrededores.
Pero ni una sola señal permitió sospechar dónde podría encontrarse, ni vivo ni muerto. Pensaron en un ataque de las fieras que aún poblaban aquellos andurriales, pero no había restos, ni huellas, ni sangre que pudiera confirmar aquella tragedia. Pensaron en una huida del joven, temeroso ante el matrimonio que le aguardaba, pero tuvieron que abandonar la idea pensando que los perros lo habrían seguido. Por imaginar, imaginaron también que pudo caer al río y ser arrastrado por la corriente, pero rastrearon el cauce a lo largo de muchas leguas sin que apareciera señal alguna que confirmase aquella tragedia.
Finalmente, el padre tuvo que aceptar que algún tipo de muerte misteriosa le había arrebatado a su hijo y único heredero. Nadie lo pudo consolar, ni siquiera la presencia amistosa de su vecino ni de la muchacha que estaba destinada a convertirse en su hija cuando el fallido matrimonio se hubiera celebrado. Poco a poco, se hundió en su tristeza, deseando la muerte que le llevase donde pudiera encontrarse de nuevo con su hijo. En poco tiempo, entregó su alma al buen Dios y sus vasallos abandonaron el castillo llevándose todo cuanto pudieron, porque nadie habría de venir a reclamarlo. Y, en poco tiempo, las piedras de la fortaleza se fueron desmoronando en silencio, hasta convertir el lugar en un informe montón de ruinas que las hierbas y las enredaderas salvajes no tardaron en cubrir. De aquel castillo no quedó más que el recuerdo entre los campesinos que antes habían sido sus siervos y que, desde entonces, no dependieron de más dueño que del recuerdo de aquel señor desaparecido en medio del misterio.
Pero muchas noches, en las orillas del Júcar, como para confirmar una presencia imposible, se escucharon cantos y risas que llegaban del fondo de las aguas y que a muchos hicieron pensar que el joven amo perdido se encontraba vivo y, sin duda, feliz, en algún lugar más allá de la corriente que se precipitaba hacia las Hoces.
FIN.
******
El mundo de los seres elementales , ese mundo "en el que usted no cree", forma parte inalienable de la tradición popular universal. Siempre, desde que se nos configuró la conciencia, ha vivido entre nosotros. Y la humanidad, bajo cualquiera de las fórmulas cambiantes que le va exigiendo el paso del tiempo, sigue recurriendo a él y a su imposible presencia para justificar su inevitable y visceral tendencia hacía lo numinoso, al margen de las devociones y las doctrinas que se le han impuesto desde más allá de sus querencias espirituales inmediatas.
Pasad un bonito fin de semana, muchas,muchas gracias por estar ahí, nos vemos la semana que viene. un abrazo.
Es aquella una comarca muy agreste, poco apta para cultivos y sí, y muchos para la caza. Fue lugar muy codiciado en aquellos tiempos medievales en los que los señores de la guerra se preocupaban muy poco o nada por fertilizar sus tierras y mataban su aburrimiento entre dos campañas persiguiendo venados y jabalíes durante los escasos tiempos de paz de que podían disfrutar. La ambición de aquellos señores de horca y cuchillo se cifraba en ampliar sus territorios y, cuando no había ocasión de acumular tierras por medio de las armas, concertaban matrimonios entre sus familias para que las bodas unieran territorios colindantes y así se ampliasen poco a poco las posesiones y los límites inciertos de los respectivos cotos de caza.
Tal sucedió con el señor de cierto castillo que dominaba sobre estos dos pueblos. Tenía un solo hijo que heredaría todos sus bienes y, para ampliarle el patrimonio, apalabró su enlace con la hija, también única, de un señor vecino que era igualmente poseedor de una enorme extensión de tierras. Los dos jóvenes apenas se conocían y, en verdad, nada podían sentir el uno por el otro, pero ambos aceptaron sin rechistar la componenda de sus respectivos padres, porque ésa era la costumbre establecida y nada se interponía que incitase a protestar o a rebelarse contra ella. Así, establecidas las mutuas capitulaciones, la ceremonia del matrimonio fue fijada para un determinado día que no viene siquiera al caso. Y en ambos castillos, alejados el uno del otro aunque vecinos, se comenzaron los preparativos para el acontecimiento que iba a tener lugar. Mientras el joven heredero, ya cercano el día del enlace, salía solo de caza por aquellos parajes que ya se conocía desde la infancia como la palma de su mano.
Cabalgaba por las cercanías del río Júcar buscando huellas en el barro que le descubriera el paso de las piezas cuando alcanzó a escuchar un canto femenino más dulce y más atrayente que la piedra del rayo. Olvidado repentinamente del motivo de su salida, dejó a los perros que rastrearan a su aire y fue acercándose a la orilla, descubriendo entonces que, en un remanso, entre los arbustos, una muchacha desconocida, más bella que la luna, secaba al sol sus cabellos recién lavados mientras salmodiaba aquella melodía que tan poderoso imán había servido. El joven salió de entre los árboles, y la muchacha, al advertir su presencia, tuvo tentaciones de saltar al agua y alejarse nadando, pero la figura arrogante del muchacho la obligó a esperarlo con una sonrisa, como si le hubiera estado aguardando desde mucho tiempo antes. Mientras se contemplaban en silencio, entre ambos pareció brotar una sensación nueva, arrebatadora, capaz de transformar y dar sentido a toda su vida. En ellos, sin que ni siquiera llegasen a darse cuenta, estaba naciendo a borbotones un amor que ninguno de los dos había sentido hasta entonces. Un amor que no necesitaba de palabras para manifestarse y que al joven noble le hizo olvidar súbitamente todo el plan de vida que se había o que le habían trazado. De pronto supo con claridad meridiana que su existencia dependía de estar cerca de aquella mujer que tenía expectante ante sí. Y nada le importó más que tenerla a su vera, permanecer a su lado y prolongar aquella cercanía hasta más allá del tiempo. Sus manos y sus cuerpos se unieron como si quisieran formar parte de un solo ser, y todo cuando no fuera aquel profundo contacto dejó de tener importancia en la soledad de la floresta junto al río.
Así, unidos, como una sola alma en dos cuerpos a cada instante más identificados, transcurrió el día, la noche siguiente y el amanecer. Cada suspiro que exhalaba ella lo inhalaba él y la respiración de ambos se hizo una sola y sus voces, apenas murmullos que sólo ellos entendían, se volvieron música sentida más allá del entendimiento.
Sin pronunciar palabra, ella le hizo entender que era una ninfa del río, que deseaba su compañía y que nunca más podría separarse de él. Tendiéndole la mano le invitó a penetrar con ella en la corriente. Caminaron hasta alcanzar el centro, hasta perder pie y dejarse arrastrar por las aguas y hundirse en ellas y desaparecer bajo su transparencia hasta llegar, en lo más hondo, a una cueva por cuya bocana pasaron juntos y tomados de las manos, para seguir descendiendo y atravesar una puerta que se abrió sola ante ellos y les dio acceso al palacio más maravilloso que el muchacho hubiera podido imaginar y que, a partir de entonces, habría de convertirse en su hogar para toda la eternidad.
Mientras, en el castillo, el padre había advertido alarmado la ausencia del hijo, tan larga ya que no imaginaba que pudiera obedecer al capricho obsesivo de sus aficiones cinegéticas. Los perros habían regresado sin él, como buscándolo entre los fosos y los bosquecillos cercanos al castillo. Y el padre, temiendo algún accidente, ordenó a todo el personal de la casa que saliera a buscarlo por los alrededores.
Pero ni una sola señal permitió sospechar dónde podría encontrarse, ni vivo ni muerto. Pensaron en un ataque de las fieras que aún poblaban aquellos andurriales, pero no había restos, ni huellas, ni sangre que pudiera confirmar aquella tragedia. Pensaron en una huida del joven, temeroso ante el matrimonio que le aguardaba, pero tuvieron que abandonar la idea pensando que los perros lo habrían seguido. Por imaginar, imaginaron también que pudo caer al río y ser arrastrado por la corriente, pero rastrearon el cauce a lo largo de muchas leguas sin que apareciera señal alguna que confirmase aquella tragedia.
Finalmente, el padre tuvo que aceptar que algún tipo de muerte misteriosa le había arrebatado a su hijo y único heredero. Nadie lo pudo consolar, ni siquiera la presencia amistosa de su vecino ni de la muchacha que estaba destinada a convertirse en su hija cuando el fallido matrimonio se hubiera celebrado. Poco a poco, se hundió en su tristeza, deseando la muerte que le llevase donde pudiera encontrarse de nuevo con su hijo. En poco tiempo, entregó su alma al buen Dios y sus vasallos abandonaron el castillo llevándose todo cuanto pudieron, porque nadie habría de venir a reclamarlo. Y, en poco tiempo, las piedras de la fortaleza se fueron desmoronando en silencio, hasta convertir el lugar en un informe montón de ruinas que las hierbas y las enredaderas salvajes no tardaron en cubrir. De aquel castillo no quedó más que el recuerdo entre los campesinos que antes habían sido sus siervos y que, desde entonces, no dependieron de más dueño que del recuerdo de aquel señor desaparecido en medio del misterio.
Pero muchas noches, en las orillas del Júcar, como para confirmar una presencia imposible, se escucharon cantos y risas que llegaban del fondo de las aguas y que a muchos hicieron pensar que el joven amo perdido se encontraba vivo y, sin duda, feliz, en algún lugar más allá de la corriente que se precipitaba hacia las Hoces.
FIN.
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El mundo de los seres elementales , ese mundo "en el que usted no cree", forma parte inalienable de la tradición popular universal. Siempre, desde que se nos configuró la conciencia, ha vivido entre nosotros. Y la humanidad, bajo cualquiera de las fórmulas cambiantes que le va exigiendo el paso del tiempo, sigue recurriendo a él y a su imposible presencia para justificar su inevitable y visceral tendencia hacía lo numinoso, al margen de las devociones y las doctrinas que se le han impuesto desde más allá de sus querencias espirituales inmediatas.
Pasad un bonito fin de semana, muchas,muchas gracias por estar ahí, nos vemos la semana que viene. un abrazo.
lunes, 13 de junio de 2016
EL DRAGÓN DE LA LLUVIA. "Henri brunel"
En la China los dragones ejercen funciones muy importantes. El "Dragón rojo", por ejemplo, al que también llaman "el Dragón del fuego", si abre los ojos, aparece el alba, y si los cierra se hace de noche. Qué responsabilidad! El "Dragón del trueno y los relámpagos" vigila las tormentas. Duro oficio! El "Dragón de las nubes" las reúne como si fueran ovejas, es el pastor de los cumulonimbos. Y nada es más juguetón y malicioso que una nube! Se esconden, se metamorfosean en león, tiburón o jirafa, se deshilachan, se dispersan... Cuánto trabajo! Pero los dragones que tienen por misión echarse sobre el sol y la luna y morderles el trasero para impedir que vagabundeen son quizá los menos apreciados, y sin embargo realizan una tarea indispensable. Qué decir, por último, del "Dragón de la lluvia"? Debe verter el agua de la jarra mágica sobre las montañas, los bosques y los arrozales, ni demasiada ni demasiado poca, labor abrumadora que exige una atención constante. Imaginemos que riega por distracción el desierto de Gobi!
******
Se comprende, por lo tanto, que los dragones necesiten de vez en cuando un poco de descanso y de fiesta. Una de las mejores ocasiones es el aniversario del emperador de los dragones. En el palacio celeste todo son banquetes gargantuescos, comilonas, risas y canciones. Aquel año la orgía duraba desde hacía tres días. En las salas y corredores no había más que cuerpos tirados por el suelo. El "Dragón de la lluvia", roncaba durmiendo la mona. Pero, como todo el mundo sabe, un día de los dragones equivale a un año entero de los seres humanos. Y en la tierra, en la gran llanura de la China, la situación resultaba dramática. Ni una gota de lluvia desde hacía tres años! Los habitantes enviaron una delegación para suplicar al pequeño "Dragón de oro", que es el mensajero entre los hombres y los dragones del cielo.
-Señor dragón, salvadnos! Ya no queda ni una gota de agua, los cadáveres de los animales cubren la llanura, y nos vamos a morir todos de hambre!
-Voy a intentarlo- dijo el "Dragón de oro", compadecido, y se fue volando hacia el palacio celeste.
******
Al llegar a la corte del emperador vio un espectáculo lamentable. No había más que cuerpos tumbados aquí y allá sobre las alfombras, en los corredores. Descubrió al señor de la lluvia y lo sacudió con vigor. No obtuvo más que un vago gruñido:
-Dejadme dooormiiir!
-Pero, Señor, los hombres se mueren en la tierra. Se anuncia un hambre espantosa, necesitan agua con toda urgencia!
-Dejaaadmeee dooormiiir!
En un corredor, el pequeño"Dragón de oro" encontró al señor del trueno, que estaba casi sobrio. Le explicó la situación. Aunque un poco vacilante el "Dragón del trueno y los relámpagos" unió sus esfuerzos a los del pequeño "Dragón de oro". Sacudieron de nuevo al señor de la lluvia:
-Despertaos, se necesita agua para los cultivos, los arrozales y los pobres habitantes de la gran llanura China.
-Es fi-fi-fiesta! -farfulló el "Dragón de la lluvia"- No haré nada a menos que el empe -pe-perador me lo ordene expresame -me -mente! -afirmó con una obstinación de borracho.
Le suplicaron, pero fue inútil.
La situación no tenía salida. Entonces el pequeño "Dragón de oro" asumió el riesgo de ir a molestar al emperador. Pero ante la puerta de las habitaciones privadas de Su Majestad fue interceptado por dos grandes dragones bien plantados, armados con alabardas, que le prohibieron el paso:
-Nadie puede entrar aquí, bajo pena de muerte!
El pequeño dragón se fue retorciéndose las manos de desesperación. Pensaba en los desdichados humanos que morían en la tierra, y en algunos en particular, a los que había llegado a amar. Qué hacer para salvarles? Decidió cometer el acto más grave que puede cometer un dragón: utilizar falsamente la palabra sagrada del emperador. Se acercó al señor de la lluvia y le gritó brutalmente al oído:
-Su Majestad te ordena que hagas llover sobre la gran llanura de China!
Inmediatamente, aunque medio adormilado, el "Dragón de la lluvia"cogió la jarra mágica, vertió agua sobre la gran llanura de China y volvió a dormirse.
El pequeño "Dragón de oro" regresó a la tierra y observó muy contento que los campos volvían a verdear. Sus amigos humanos estaban salvados.
Ocho días más tarde, el "Dragón de oro"era convocado al palacio celeste y llevado a presencia del emperador:
-Cómo has osado utilizar mi nombre sagrado y dar una orden en mi lugar? Este crimen se castiga con la muerte, y puedo condenarte a ser quemado vivo inmediatamente!
-Lo sé, Señor -dijo el pequeño Dragón, con la mirada baja.
-Pero la respuesta "justa" exige a veces que se contravengan las reglas y que se desobedezca -dijo el emperador. Y, pensativo, añadió:
La compasión es una vía de liberación.
Y, con un gesto casi paternal, lo despidió.
FIN.
******
-Maestro, la lección de este cuento es muy clara.
-Y cuál es esta lección, Toshibu? -pregunta el maestro zen.
-La compasión de la que ha dado muestras el pequeño Dragón de oro para con los humanos es la más bella de las virtudes.
Estás seguro de ello, Toshibu? Yo creo que la lección es muy distinta...
Y añade, después de un tiempo de silencio:
-Si encuentras a Buddha, mata a Buddha!
Los discípulos formaban un círculo alrededor del maestro y caía la noche. Más de uno, aquella noche, meditó largamente las enigmáticas palabras.
******
Qué paséis una muy buena semana, y disfrutéis cada momento de vuestras horas. Gracias por estar ahí y hasta la semana que viene. Un abrazo.
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Se comprende, por lo tanto, que los dragones necesiten de vez en cuando un poco de descanso y de fiesta. Una de las mejores ocasiones es el aniversario del emperador de los dragones. En el palacio celeste todo son banquetes gargantuescos, comilonas, risas y canciones. Aquel año la orgía duraba desde hacía tres días. En las salas y corredores no había más que cuerpos tirados por el suelo. El "Dragón de la lluvia", roncaba durmiendo la mona. Pero, como todo el mundo sabe, un día de los dragones equivale a un año entero de los seres humanos. Y en la tierra, en la gran llanura de la China, la situación resultaba dramática. Ni una gota de lluvia desde hacía tres años! Los habitantes enviaron una delegación para suplicar al pequeño "Dragón de oro", que es el mensajero entre los hombres y los dragones del cielo.
-Señor dragón, salvadnos! Ya no queda ni una gota de agua, los cadáveres de los animales cubren la llanura, y nos vamos a morir todos de hambre!
-Voy a intentarlo- dijo el "Dragón de oro", compadecido, y se fue volando hacia el palacio celeste.
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Al llegar a la corte del emperador vio un espectáculo lamentable. No había más que cuerpos tumbados aquí y allá sobre las alfombras, en los corredores. Descubrió al señor de la lluvia y lo sacudió con vigor. No obtuvo más que un vago gruñido:
-Dejadme dooormiiir!
-Pero, Señor, los hombres se mueren en la tierra. Se anuncia un hambre espantosa, necesitan agua con toda urgencia!
-Dejaaadmeee dooormiiir!
En un corredor, el pequeño"Dragón de oro" encontró al señor del trueno, que estaba casi sobrio. Le explicó la situación. Aunque un poco vacilante el "Dragón del trueno y los relámpagos" unió sus esfuerzos a los del pequeño "Dragón de oro". Sacudieron de nuevo al señor de la lluvia:
-Despertaos, se necesita agua para los cultivos, los arrozales y los pobres habitantes de la gran llanura China.
-Es fi-fi-fiesta! -farfulló el "Dragón de la lluvia"- No haré nada a menos que el empe -pe-perador me lo ordene expresame -me -mente! -afirmó con una obstinación de borracho.
Le suplicaron, pero fue inútil.
La situación no tenía salida. Entonces el pequeño "Dragón de oro" asumió el riesgo de ir a molestar al emperador. Pero ante la puerta de las habitaciones privadas de Su Majestad fue interceptado por dos grandes dragones bien plantados, armados con alabardas, que le prohibieron el paso:
-Nadie puede entrar aquí, bajo pena de muerte!
El pequeño dragón se fue retorciéndose las manos de desesperación. Pensaba en los desdichados humanos que morían en la tierra, y en algunos en particular, a los que había llegado a amar. Qué hacer para salvarles? Decidió cometer el acto más grave que puede cometer un dragón: utilizar falsamente la palabra sagrada del emperador. Se acercó al señor de la lluvia y le gritó brutalmente al oído:
-Su Majestad te ordena que hagas llover sobre la gran llanura de China!
Inmediatamente, aunque medio adormilado, el "Dragón de la lluvia"cogió la jarra mágica, vertió agua sobre la gran llanura de China y volvió a dormirse.
El pequeño "Dragón de oro" regresó a la tierra y observó muy contento que los campos volvían a verdear. Sus amigos humanos estaban salvados.
Ocho días más tarde, el "Dragón de oro"era convocado al palacio celeste y llevado a presencia del emperador:
-Cómo has osado utilizar mi nombre sagrado y dar una orden en mi lugar? Este crimen se castiga con la muerte, y puedo condenarte a ser quemado vivo inmediatamente!
-Lo sé, Señor -dijo el pequeño Dragón, con la mirada baja.
-Pero la respuesta "justa" exige a veces que se contravengan las reglas y que se desobedezca -dijo el emperador. Y, pensativo, añadió:
La compasión es una vía de liberación.
Y, con un gesto casi paternal, lo despidió.
FIN.
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-Maestro, la lección de este cuento es muy clara.
-Y cuál es esta lección, Toshibu? -pregunta el maestro zen.
-La compasión de la que ha dado muestras el pequeño Dragón de oro para con los humanos es la más bella de las virtudes.
Estás seguro de ello, Toshibu? Yo creo que la lección es muy distinta...
Y añade, después de un tiempo de silencio:
-Si encuentras a Buddha, mata a Buddha!
Los discípulos formaban un círculo alrededor del maestro y caía la noche. Más de uno, aquella noche, meditó largamente las enigmáticas palabras.
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Qué paséis una muy buena semana, y disfrutéis cada momento de vuestras horas. Gracias por estar ahí y hasta la semana que viene. Un abrazo.
domingo, 12 de junio de 2016
DESPERTAR A PLENO. "Anthony de Mello".
Aprender a vivir en forma plena, humana y feliz cada día.
Había una vez un cachorro de león que se perdió y se metió en un rebaño de ovejas. Creció allí y se creía una oveja como ellas. Pero, un día, un león adulto llegó por allí, y las ovejas corrieron espantadas a ponerse a salvo y, entre ellas, el pequeño león también corrió asustado.
Pero el león, que lo había descubierto, le da alcance, y el cachorro asustado le dice: -No me comas, por favor !
Mas el león, sin decir nada, lo arrastra hasta el borde de una charca y lo obliga a que mire las dos imágenes reflejadas en el agua. El cachorro, al verse como en realidad era, como un león, despertó y, desde ese momento, ya fue todo un león.
FIN.
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Muy buenos días para tod@s , seguidamente os voy a contar un interesante cuento Zen, No os vayáis !
Había una vez un cachorro de león que se perdió y se metió en un rebaño de ovejas. Creció allí y se creía una oveja como ellas. Pero, un día, un león adulto llegó por allí, y las ovejas corrieron espantadas a ponerse a salvo y, entre ellas, el pequeño león también corrió asustado.
Pero el león, que lo había descubierto, le da alcance, y el cachorro asustado le dice: -No me comas, por favor !
Mas el león, sin decir nada, lo arrastra hasta el borde de una charca y lo obliga a que mire las dos imágenes reflejadas en el agua. El cachorro, al verse como en realidad era, como un león, despertó y, desde ese momento, ya fue todo un león.
FIN.
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Muy buenos días para tod@s , seguidamente os voy a contar un interesante cuento Zen, No os vayáis !
miércoles, 8 de junio de 2016
ÉRASE UNA VEZ TRES JINETES. "Henri Brunel"
Érase una vez tres jinetes. El primero, completamente vestido de oro, brillaba como un sol. El segundo, vestido de blanco y plata, resplandecía. El tercero, color de bronce, era gris de la cabeza a los pies. Los tres frecuentaban el espeso bosque próximo a Osaka. Las frías noches de invierno, los pobres leñadores les oían pasar. A veces vislumbraban las grandes espadas brillando bajo la luna. Y todos regresaban a sus casas aterrorizados.
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Una noche de año nuevo, el pobre Gohei temblaba de frío en su cabaña. Decidió arrancar algunas tablas para encender fuego. Apenas había levantado tres tablas cuando surgió ante él un viejecito, al que había hecho salir de su escondrijo.
-Quién eres, y qué hacías bajo el suelo de mi casa? -preguntó Gohei.
-Soy el dios de los pobres y me había refugiado en tu casa para pasar tranquilamente el invierno -dijo el intruso.
-Ahora me tomaría con gusto un vasito de sake!
-No tengo sake -confesó Gohei.
-Cómo! Ni siquiera una gota de alcohol para celebrar el año nuevo!
-Te he ofrecido todo lo que tenía -dijo Gohei-, y no lo lamento -añadió-, pues hemos conversado amigablemente y es la noche vieja más agradable que he vivido en muchos años.
-Eres un buen chico -dijo el dios de los pobres-, pero eres decididamente demasiado pobre, incluso para mí, y por eso voy a marcharme de tu cabaña. Pero antes te confiaré un secreto que te permitirá, si quieres, hacerte rico.
-Qué debo hacer? -preguntó Gohei con los ojos brillantes.
-La próxima vez que pasen los tres jinetes, agarra un caballo por la brida y detenlo, cueste lo que cueste.
Y tras decir estas palabras, el dios de los pobres se desvaneció en el aire, tan rápidamente que Gohei casi creyó haber soñado.
******
La noche siguiente, Gohei, temblando pero decidido, se encontraba en medio del sendero que utilizaban los tres jinetes. Dieron las doce. Los jinetes llegaron como un huracán. El primero iba vestido con una larga túnica de oro, y llevaba la cara cubierta con una máscara tan horrible que Gohei dio un paso atrás; el segundo, de blanco y plata, ya estaba allí, blandió una espada amenazadora y pasó. El último caballero era gris y apenas se le distinguía en la noche. Gohei se arrojó sobre él, agarró las riendas, pero el caballo se encabritó y se soltó. Y pronto se apagó en la lejanía el galope de los tres jinetes. Desesperado, Gohei regresó a su cabaña. Allí encontró al dios de los pobres:
-Gohei, Gohei... -dijo éste moviendo la cabeza-, así que no quieres salir de tu miseria! Escucha, quiero concederte una última oportunidad. Esta misma noche, colócate en el camino de los tres jinetes. Trata de detener a uno de ellos. Si no lo consigues, toda la vida serás un miserable. Lo único que necesitas es valor! Tu destino está en tus manos -insistió.
Y el dios desapareció, dejando en su lugar un humo ligero.
******
Al día siguiente hizo menos frío. La tierra estaba embarrada. Gohei, que había repetido cien veces los gestos necesarios, tuvo miedo de resbalar. A media noche, sólidamente apuntalado en medio del sendero, esperaba, con todos los sentidos despiertos. De pronto, a lo lejos... el galope sordo de los caballos. El primero ya llegaba, inmenso, dorado, espantoso, brillante bajo el resplandor de la luna. Gohei separó los brazos. Dando un brinco prodigioso, el jinete salvó el obstáculo y pasó. El segundo ya estaba allí. Gohei se lanzó sobre las riendas, pero le resbalaron de las manos en un destello plateado. Entonces Gohei decidió morir antes de dejar escapar al último jinete. Cogió la brida del caballo gris, se agarró a ella, se aferró a ella con uñas y dientes, se colgó de ella con todas sus fuerzas. El caballero levantó su gran espada, el desgraciado cerró los ojos pero no soltó las riendas. El caballo se llevaba a Gohei, lo arrastraba, lo sacudía como a un saco de arroz, pero él seguía resistiendo. Poco a poco, la marcha del caballo fue disminuyendo su velocidad. Gohei abrió los ojos, el jinete había desaparecido y en su lugar tenía en las manos unas alforjas llenas hasta el borde de monedas de bronce.
FIN.
******
Gohei nunca poseyó monedas de oro o de plata, nunca fue rico. Pero tuvo suficientes monedas de bronce para vivir decentemente. Se casó con una muchacha modesta y buena. Tuvieron muchos hijos y vivieron felices durante mucho, mucho tiempo.
******
Los héroes, por excelencia, simbolizan el valor. Pero los criminales a veces también lo tienen. Extraña virtud, que tanto se une al mal como al bien, y sin la cual, sin embargo, las más bellas virtudes no son más que insignificancias..., las otras virtudes no son nada.
"Sin el valor -dice el maestro del Sesshin -, el Zen es tan sólo un sueño del Zen".
Espero os haya gustado y poco a poco los cuentos e historias os lleven a mirar en el fondo de vuestro corazón. Siempre daros las gracias por estar ahí, un abrazo y hasta la semana que viene.
******
Una noche de año nuevo, el pobre Gohei temblaba de frío en su cabaña. Decidió arrancar algunas tablas para encender fuego. Apenas había levantado tres tablas cuando surgió ante él un viejecito, al que había hecho salir de su escondrijo.
-Quién eres, y qué hacías bajo el suelo de mi casa? -preguntó Gohei.
-Soy el dios de los pobres y me había refugiado en tu casa para pasar tranquilamente el invierno -dijo el intruso.
-Ahora me tomaría con gusto un vasito de sake!
-No tengo sake -confesó Gohei.
-Cómo! Ni siquiera una gota de alcohol para celebrar el año nuevo!
-Te he ofrecido todo lo que tenía -dijo Gohei-, y no lo lamento -añadió-, pues hemos conversado amigablemente y es la noche vieja más agradable que he vivido en muchos años.
-Eres un buen chico -dijo el dios de los pobres-, pero eres decididamente demasiado pobre, incluso para mí, y por eso voy a marcharme de tu cabaña. Pero antes te confiaré un secreto que te permitirá, si quieres, hacerte rico.
-Qué debo hacer? -preguntó Gohei con los ojos brillantes.
-La próxima vez que pasen los tres jinetes, agarra un caballo por la brida y detenlo, cueste lo que cueste.
Y tras decir estas palabras, el dios de los pobres se desvaneció en el aire, tan rápidamente que Gohei casi creyó haber soñado.
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La noche siguiente, Gohei, temblando pero decidido, se encontraba en medio del sendero que utilizaban los tres jinetes. Dieron las doce. Los jinetes llegaron como un huracán. El primero iba vestido con una larga túnica de oro, y llevaba la cara cubierta con una máscara tan horrible que Gohei dio un paso atrás; el segundo, de blanco y plata, ya estaba allí, blandió una espada amenazadora y pasó. El último caballero era gris y apenas se le distinguía en la noche. Gohei se arrojó sobre él, agarró las riendas, pero el caballo se encabritó y se soltó. Y pronto se apagó en la lejanía el galope de los tres jinetes. Desesperado, Gohei regresó a su cabaña. Allí encontró al dios de los pobres:
-Gohei, Gohei... -dijo éste moviendo la cabeza-, así que no quieres salir de tu miseria! Escucha, quiero concederte una última oportunidad. Esta misma noche, colócate en el camino de los tres jinetes. Trata de detener a uno de ellos. Si no lo consigues, toda la vida serás un miserable. Lo único que necesitas es valor! Tu destino está en tus manos -insistió.
Y el dios desapareció, dejando en su lugar un humo ligero.
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Al día siguiente hizo menos frío. La tierra estaba embarrada. Gohei, que había repetido cien veces los gestos necesarios, tuvo miedo de resbalar. A media noche, sólidamente apuntalado en medio del sendero, esperaba, con todos los sentidos despiertos. De pronto, a lo lejos... el galope sordo de los caballos. El primero ya llegaba, inmenso, dorado, espantoso, brillante bajo el resplandor de la luna. Gohei separó los brazos. Dando un brinco prodigioso, el jinete salvó el obstáculo y pasó. El segundo ya estaba allí. Gohei se lanzó sobre las riendas, pero le resbalaron de las manos en un destello plateado. Entonces Gohei decidió morir antes de dejar escapar al último jinete. Cogió la brida del caballo gris, se agarró a ella, se aferró a ella con uñas y dientes, se colgó de ella con todas sus fuerzas. El caballero levantó su gran espada, el desgraciado cerró los ojos pero no soltó las riendas. El caballo se llevaba a Gohei, lo arrastraba, lo sacudía como a un saco de arroz, pero él seguía resistiendo. Poco a poco, la marcha del caballo fue disminuyendo su velocidad. Gohei abrió los ojos, el jinete había desaparecido y en su lugar tenía en las manos unas alforjas llenas hasta el borde de monedas de bronce.
FIN.
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Gohei nunca poseyó monedas de oro o de plata, nunca fue rico. Pero tuvo suficientes monedas de bronce para vivir decentemente. Se casó con una muchacha modesta y buena. Tuvieron muchos hijos y vivieron felices durante mucho, mucho tiempo.
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Los héroes, por excelencia, simbolizan el valor. Pero los criminales a veces también lo tienen. Extraña virtud, que tanto se une al mal como al bien, y sin la cual, sin embargo, las más bellas virtudes no son más que insignificancias..., las otras virtudes no son nada.
"Sin el valor -dice el maestro del Sesshin -, el Zen es tan sólo un sueño del Zen".
Espero os haya gustado y poco a poco los cuentos e historias os lleven a mirar en el fondo de vuestro corazón. Siempre daros las gracias por estar ahí, un abrazo y hasta la semana que viene.
martes, 7 de junio de 2016
LA FÓRMULA "Anthony de Mello"
HUYE DE LAS FRASES VACÍAS: PARA ACERCARTE A LA VERDAD, ÁBRETE A LA MARAVILLA DE EXPERIMENTAR TODAS LAS VIVENCIAS.
******
El místico regresó del desierto.
-Cuéntanos- le dijeron con avidez-, cómo es Dios? Pero cómo podría él expresar con palabras lo que había experimentado en lo más profundo de su corazón? Acaso se puede expresar la verdad con palabras?
Al final les confió una fórmula (inexacta, eso sí, e insuficiente), con la esperanza de que alguno de ellos pudiera, a través de ella, sentir la tentación de experimentar por sí mismo lo que él había experimentado.
Ellos aprendieron la fórmula y la convirtieron en un texto sagrado. Y se la impusieron a todos como si se tratara de un dogma. Incluso se tomaron el trabajo de difundirla en otras naciones. Y algunos llegaron a dar su vida por ella.
Y el místico quedó triste. Tal vez habría sido mejor que no hubiera dicho nada.
FIN.
******
Muy buenos días tengáis tod@s, seguidamente os voy a contar un cuento zen." No os vayáis muy lejos".
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El místico regresó del desierto.
-Cuéntanos- le dijeron con avidez-, cómo es Dios? Pero cómo podría él expresar con palabras lo que había experimentado en lo más profundo de su corazón? Acaso se puede expresar la verdad con palabras?
Al final les confió una fórmula (inexacta, eso sí, e insuficiente), con la esperanza de que alguno de ellos pudiera, a través de ella, sentir la tentación de experimentar por sí mismo lo que él había experimentado.
Ellos aprendieron la fórmula y la convirtieron en un texto sagrado. Y se la impusieron a todos como si se tratara de un dogma. Incluso se tomaron el trabajo de difundirla en otras naciones. Y algunos llegaron a dar su vida por ella.
Y el místico quedó triste. Tal vez habría sido mejor que no hubiera dicho nada.
FIN.
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Muy buenos días tengáis tod@s, seguidamente os voy a contar un cuento zen." No os vayáis muy lejos".
miércoles, 1 de junio de 2016
LA GRULLA CENICIENTA. "Autor Henri Brunel".
Esta historia pertenece ahora al pasado. Una pareja de campesinos tenía un hijo único llamado Korato. Era un muchacho honrado y bueno, que cultivaba el campo familiar y cortaba leña para ir a venderla a la ciudad. Ahorrador y trabajador, era el sostén de sus ancianos padres. Korato era un hombre justo, y los dioses velaban por él...
Una mañana estaba trabajando en el bosque cuando oyó un débil ruido que parecía provenir de la copa de un pino: "Kru, u, uu..."
Prestó atención...silencio. Pero cuando suspendió un instante el hacha creyó percibir de nuevo aquella llamada: "Kru, u, uu..."
- Hay alguien ahí? -preguntó levantando los ojos hacia las ramas más altas.
-Señor, ayudadme, por favor, estoy herida- dijo una voz melodiosa.
Korato se puso enseguida a trepar el árbol, se subió hasta las ramas más altas. Cuando llegó arriba de todo descubrió, medio oculta entre las hojas, una grulla cenicienta que tenía un ala colgando tristemente sobre el costado. Era una criatura de ensueño. Era grande, con un porte lleno de nobleza a pesar de su herida, de largas patas finas, un penacho delicioso sobre la rabadilla la hacía aún más graciosa. Tenía un cuello fino y sobre la nuca se distinguía la adorable mancha roja carmín que es la marca de la especie... y ese color ceniciento, en todos los tonos de pizarra, esos acordes de gris, con matices plateados en el joven sol del alba. Korato quedó fascinado. Se puso a socorrerla. Como no podía moverla, se fue a buscar agua y comida. Así, durante varias semanas, la cuidó.
Hablaban. Ella le contó su historia:
-Hace siglos y siglos- dijo la grulla- yo era una princesa de la corte del gran emperador Mahayana, del que mil reyes eran vasallos. Este gran monarca tenía tres hijos: Mahanada, el primogénito, el segundo, Mahaveda, y el benjamín, Mahasattva. Yo debía casarme con el mayor, pero amaba al benjamín, que era tierno y dulce. Huí con él. Nos alcanzaron y me condenaron a muerte. Desde entonces estoy encadenada a la rueda de la vida y sigo el ciclo de los renacimientos.
-Korato- le dijo ella una noche-, me recuerdas a Mahasattva, el hijo más joven del emperador Mahayana, eres dulce y bueno como él.
Al día siguiente, cuando Korato trepó a la copa del pino, la grulla cenicienta había desaparecido. Ya estaba curada y se había marchado. Entonces el joven se hundió en la melancolía. Trabajaba en silencio, y dejó de comer. Sus padres se preocupaban. Su madre, que era una mujer dura y práctica se lamentaba así:
-Qué será de nosotros si nuestro hijo se muere? Apenas he podido esconder doce moneditas de cobre en una olla. Pronto no nos quedará nada...
Se retorcía las manos de desespero.
Unos días más tarde, por la mañana, llamaron a la puerta de la choza.
Korato ya estaba trabajando en el bosque. La madre fue a abrir. En el umbral había una muchacha muy hermosa, con su hatillo en la mano:
-Busco a un tal Korato- dijo.
-Qué quieres de él?- preguntó la madre, desconfiada.
Y añadió, refunfuñando:
-No está aquí, y no regresará hasta la noche.
-No importa, le esperaré -dijo la muchacha con voz dulce, y se sentó delante de la casa, con su hatillo al lado.
Permaneció allí durante todo el día. Cuando los padres, al pasar, le dirigían una ojeada curiosa, ella respondía con una sonrisa modesta. Finalmente, Korato regresó. Estaba fatigado y triste, como todos los días desde que partió la grulla cenicienta, que le había hechizado el corazón.
-Buenas tardes- dijo la bellísima joven.
-Quién eres?- preguntó Korato.
-Tengo cosas importantes que deciros... -y sonrió.
-Entra- dijo Korato en tono cansado.
Pero cuando su mirada se cruzó con la de ella en el umbral, percibió en los ojos de la misteriosa joven una infinidad de cielos grises. Y su corazón se turbó.
-Señor Korato- dijo la bella visitante-, mi nombre es "la Humilde Osaku", sé coser, tejer, cocinar, encender el fuego, y no me desanimo ante ninguna tarea. Deseo casarme con vos.
Korato miraba a la muchacha, asombrado.
-Limpiarás también la cabaña, barrerás el umbral, cuidarás al padre, que está enfermo?- preguntó la madre.
-Seré una nuera dócil y os serviré, madre -dijo la Humilde Osaku, bajando los ojos e inclinándose con respeto.
-Cásate con ella, Korato -decidió la madre.
Y así se hizo.
Casado con la Humilde Osaku, Korato conoció su belleza, unida a la dulzura del corazón, la modestia, el valor y el ardor en el trabajo. Ejecutaba todas las tareas sin quejarse nunca. La madre estaba satisfecha. Y la alegría volvió poco a poco al corazón del joven.
******
Pasó el tiempo. La madre, que ya casi no hacía nada, tenía tiempo para reflexionar. Un día dijo a su nuera:
-Humilde Osaku, he mirado por casualidad en tu hatillo, que habías escondido en el fondo del armario, y he descubierto un trozo de tela maravillosa. La has tejido tú?
- Sí, madre.
-Pues bien, hija mía, por qué no te pones a trabajar? Te procuraremos un telar y nos fabricarás una tela, que podremos vender en la ciudad.
-Madre- dijo tímidamente la Humilde Osaku-, somos pobres, pero no nos falta nada, y ese trabajo entraña peligros...
La madre no escuchó. Tenía el corazón lleno de deseos insatisfechos. No dejó de hablar de ello a su hijo a todas horas. Tanto y tan bien lo hizo que una noche Korato dijo a su esposa:
Tierna amiga, porque no quieres tejer esa tela maravillosa que mi madre ha visto en tu hatillo? Podríamos conseguir monedas de oro, que mi madre podría meter en el cofre en lugar de las monedas de cobre. Por fin seríamos ricos!
La Humilde Osaku cedió. Pero advirtió a su esposo:
- Tejer esa tela exige que me encierre durante un mes en el granero y que nadie venga a molestarme.
Transcurrieron cuatro largas semanas. Cuando la Humilde Osaku reapareció estaba pálida, agotada, había adelgazado y parecía estar a las puertas de la muerte, pero tenía en sus manos una tela extraordinaria, un tejido de colores brillantes, a la vez cálido y ligero, suave al tacto como la seda y confortable como el plumón, un tejido como nunca nadie lo había visto. Korato fue a venderlo a la ciudad vecina. Un gran señor le ofreció diez mil monedas de oro por él. Korato volvió a su casa loco de alegría. Compró una bella casa para sus padres y se convirtió en un honorable comerciante en madera. La Humilde Osaku no participaba de la alegría general, reanudó con dificultad su trabajo agotador y su mirada, antes tan confiada, aparecía teñida de melancolía. No obstante, poco a poco recobró una salud precaria. Nadie de la familia prestó mucha atención, el propio Korato tenía tantas cosas importantes y nuevas que hacer...
******
La madre se había instalado en la opulencia, como si fuera algo que le debieran de toda la vida. Llevaba una vida por todo lo alto, se compraba vestidos caros, e incluso se hacía llevar en palanquín. Quería rivalizar con las damas más bellas de la ciudad. Un día se dio cuenta de que el montón de oro del cofre, que gastaba sin reparos, disminuía. Pronto se llegó a un nivel crítico. Entonces se acordó de su nuera:
-Hija mía- dijo brutalmente-, vas a ponerte a trabajar otra vez y a tejernos una tela que mi hijo podrá vender en la capital, y quizá en la corte...
Y se imaginaba ya con avidez el gran montón de oro que podrían meter en el cofre.
-Madre- intervino débilmente Korato-, ya sabéis que esa tarea es muy agotadora y que después mi esposa estuvo enferma mucho tiempo...
-Tonterías! -interrumpió la madre- Las jóvenes de hoy en día se quejan por nada.
Renovó su petición todos los días. No dejaba a su hijo en paz ni un instante, unas veces insistente, autoritaria, otras zalamera, o bien se quejaba con amargura:
Te niegas a conceder este último placer a tu vieja madre, que tanto se ha sacrificado por tí!
Finalmente Korato cedió.
- Haz lo que pide mi madre -dijo a la Humilde Osaku.
Su tierna esposa le dirigió una larga mirada, en la que se mezclaban la desesperación y la resignación:
-Esta vez- dijo tan sólo- tendré que estar tres meses en el granero.
-No lo aproveches para holgazanear! -gritó todavía la madre mientras la Humilde Osaku desaparecía en el desván.
Durante un mes la madre contuvo su impaciencia. Pero una sospecha la atormentaba. Qué hacía su nuera? Soñar en vez de trabajar? Había manifestado tan poco entusiasmo! Y la madre, que soñaba en las monedas de oro brillando en la penumbra del cofre, se sentía el corazón ardiendo de codicia. Una mañana del segundo mes no pudo resistir más y, a pesar de su promesa, subió al granero. Cuando llegó ante la habitación de su nuera, pegó la oreja a la puerta. Ningún ruido, apenas se distinguía el batir suave y regular de un telar. Entonces, devorada por la curiosidad, la madre entreabrió la puerta, muy poco, justo el espacio necesario para lanzar una ojeada. Lo que vio le hizo lanzar un grito de espanto! Delante de un gran telar, una grulla cenicienta se arrancaba las plumas de las alas para fabricar la tela maravillosa, estaba llena de salpicaduras de sangre y su pobre cabeza estaba exsangüe. La madre se quedó petrificada en el umbral. La grulla cenicienta reunió las últimas fuerzas que le quedaban y se fue volando por la ventana.
Korato la encontró al atardecer en la linde del bosque. Sus alas mutiladas le habían impedido ir más lejos. La hermosa grulla cenicienta murió no lejos del pino en que Korato la había encontrado antaño, mientras el sol poniente acariciaba por última vez los tonos de pizarra, el cielo gris matizado de su plumaje desgarrado.
FIN.
Os deseo una muy buena semana, gracias por estar ahí y nos encontramos la próxima. Un abrazo.
Una mañana estaba trabajando en el bosque cuando oyó un débil ruido que parecía provenir de la copa de un pino: "Kru, u, uu..."
Prestó atención...silencio. Pero cuando suspendió un instante el hacha creyó percibir de nuevo aquella llamada: "Kru, u, uu..."
- Hay alguien ahí? -preguntó levantando los ojos hacia las ramas más altas.
-Señor, ayudadme, por favor, estoy herida- dijo una voz melodiosa.
Korato se puso enseguida a trepar el árbol, se subió hasta las ramas más altas. Cuando llegó arriba de todo descubrió, medio oculta entre las hojas, una grulla cenicienta que tenía un ala colgando tristemente sobre el costado. Era una criatura de ensueño. Era grande, con un porte lleno de nobleza a pesar de su herida, de largas patas finas, un penacho delicioso sobre la rabadilla la hacía aún más graciosa. Tenía un cuello fino y sobre la nuca se distinguía la adorable mancha roja carmín que es la marca de la especie... y ese color ceniciento, en todos los tonos de pizarra, esos acordes de gris, con matices plateados en el joven sol del alba. Korato quedó fascinado. Se puso a socorrerla. Como no podía moverla, se fue a buscar agua y comida. Así, durante varias semanas, la cuidó.
Hablaban. Ella le contó su historia:
-Hace siglos y siglos- dijo la grulla- yo era una princesa de la corte del gran emperador Mahayana, del que mil reyes eran vasallos. Este gran monarca tenía tres hijos: Mahanada, el primogénito, el segundo, Mahaveda, y el benjamín, Mahasattva. Yo debía casarme con el mayor, pero amaba al benjamín, que era tierno y dulce. Huí con él. Nos alcanzaron y me condenaron a muerte. Desde entonces estoy encadenada a la rueda de la vida y sigo el ciclo de los renacimientos.
-Korato- le dijo ella una noche-, me recuerdas a Mahasattva, el hijo más joven del emperador Mahayana, eres dulce y bueno como él.
Al día siguiente, cuando Korato trepó a la copa del pino, la grulla cenicienta había desaparecido. Ya estaba curada y se había marchado. Entonces el joven se hundió en la melancolía. Trabajaba en silencio, y dejó de comer. Sus padres se preocupaban. Su madre, que era una mujer dura y práctica se lamentaba así:
-Qué será de nosotros si nuestro hijo se muere? Apenas he podido esconder doce moneditas de cobre en una olla. Pronto no nos quedará nada...
Se retorcía las manos de desespero.
Unos días más tarde, por la mañana, llamaron a la puerta de la choza.
Korato ya estaba trabajando en el bosque. La madre fue a abrir. En el umbral había una muchacha muy hermosa, con su hatillo en la mano:
-Busco a un tal Korato- dijo.
-Qué quieres de él?- preguntó la madre, desconfiada.
Y añadió, refunfuñando:
-No está aquí, y no regresará hasta la noche.
-No importa, le esperaré -dijo la muchacha con voz dulce, y se sentó delante de la casa, con su hatillo al lado.
Permaneció allí durante todo el día. Cuando los padres, al pasar, le dirigían una ojeada curiosa, ella respondía con una sonrisa modesta. Finalmente, Korato regresó. Estaba fatigado y triste, como todos los días desde que partió la grulla cenicienta, que le había hechizado el corazón.
-Buenas tardes- dijo la bellísima joven.
-Quién eres?- preguntó Korato.
-Tengo cosas importantes que deciros... -y sonrió.
-Entra- dijo Korato en tono cansado.
Pero cuando su mirada se cruzó con la de ella en el umbral, percibió en los ojos de la misteriosa joven una infinidad de cielos grises. Y su corazón se turbó.
-Señor Korato- dijo la bella visitante-, mi nombre es "la Humilde Osaku", sé coser, tejer, cocinar, encender el fuego, y no me desanimo ante ninguna tarea. Deseo casarme con vos.
Korato miraba a la muchacha, asombrado.
-Limpiarás también la cabaña, barrerás el umbral, cuidarás al padre, que está enfermo?- preguntó la madre.
-Seré una nuera dócil y os serviré, madre -dijo la Humilde Osaku, bajando los ojos e inclinándose con respeto.
-Cásate con ella, Korato -decidió la madre.
Y así se hizo.
Casado con la Humilde Osaku, Korato conoció su belleza, unida a la dulzura del corazón, la modestia, el valor y el ardor en el trabajo. Ejecutaba todas las tareas sin quejarse nunca. La madre estaba satisfecha. Y la alegría volvió poco a poco al corazón del joven.
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Pasó el tiempo. La madre, que ya casi no hacía nada, tenía tiempo para reflexionar. Un día dijo a su nuera:
-Humilde Osaku, he mirado por casualidad en tu hatillo, que habías escondido en el fondo del armario, y he descubierto un trozo de tela maravillosa. La has tejido tú?
- Sí, madre.
-Pues bien, hija mía, por qué no te pones a trabajar? Te procuraremos un telar y nos fabricarás una tela, que podremos vender en la ciudad.
-Madre- dijo tímidamente la Humilde Osaku-, somos pobres, pero no nos falta nada, y ese trabajo entraña peligros...
La madre no escuchó. Tenía el corazón lleno de deseos insatisfechos. No dejó de hablar de ello a su hijo a todas horas. Tanto y tan bien lo hizo que una noche Korato dijo a su esposa:
Tierna amiga, porque no quieres tejer esa tela maravillosa que mi madre ha visto en tu hatillo? Podríamos conseguir monedas de oro, que mi madre podría meter en el cofre en lugar de las monedas de cobre. Por fin seríamos ricos!
La Humilde Osaku cedió. Pero advirtió a su esposo:
- Tejer esa tela exige que me encierre durante un mes en el granero y que nadie venga a molestarme.
Transcurrieron cuatro largas semanas. Cuando la Humilde Osaku reapareció estaba pálida, agotada, había adelgazado y parecía estar a las puertas de la muerte, pero tenía en sus manos una tela extraordinaria, un tejido de colores brillantes, a la vez cálido y ligero, suave al tacto como la seda y confortable como el plumón, un tejido como nunca nadie lo había visto. Korato fue a venderlo a la ciudad vecina. Un gran señor le ofreció diez mil monedas de oro por él. Korato volvió a su casa loco de alegría. Compró una bella casa para sus padres y se convirtió en un honorable comerciante en madera. La Humilde Osaku no participaba de la alegría general, reanudó con dificultad su trabajo agotador y su mirada, antes tan confiada, aparecía teñida de melancolía. No obstante, poco a poco recobró una salud precaria. Nadie de la familia prestó mucha atención, el propio Korato tenía tantas cosas importantes y nuevas que hacer...
******
La madre se había instalado en la opulencia, como si fuera algo que le debieran de toda la vida. Llevaba una vida por todo lo alto, se compraba vestidos caros, e incluso se hacía llevar en palanquín. Quería rivalizar con las damas más bellas de la ciudad. Un día se dio cuenta de que el montón de oro del cofre, que gastaba sin reparos, disminuía. Pronto se llegó a un nivel crítico. Entonces se acordó de su nuera:
-Hija mía- dijo brutalmente-, vas a ponerte a trabajar otra vez y a tejernos una tela que mi hijo podrá vender en la capital, y quizá en la corte...
Y se imaginaba ya con avidez el gran montón de oro que podrían meter en el cofre.
-Madre- intervino débilmente Korato-, ya sabéis que esa tarea es muy agotadora y que después mi esposa estuvo enferma mucho tiempo...
-Tonterías! -interrumpió la madre- Las jóvenes de hoy en día se quejan por nada.
Renovó su petición todos los días. No dejaba a su hijo en paz ni un instante, unas veces insistente, autoritaria, otras zalamera, o bien se quejaba con amargura:
Te niegas a conceder este último placer a tu vieja madre, que tanto se ha sacrificado por tí!
Finalmente Korato cedió.
- Haz lo que pide mi madre -dijo a la Humilde Osaku.
Su tierna esposa le dirigió una larga mirada, en la que se mezclaban la desesperación y la resignación:
-Esta vez- dijo tan sólo- tendré que estar tres meses en el granero.
-No lo aproveches para holgazanear! -gritó todavía la madre mientras la Humilde Osaku desaparecía en el desván.
Durante un mes la madre contuvo su impaciencia. Pero una sospecha la atormentaba. Qué hacía su nuera? Soñar en vez de trabajar? Había manifestado tan poco entusiasmo! Y la madre, que soñaba en las monedas de oro brillando en la penumbra del cofre, se sentía el corazón ardiendo de codicia. Una mañana del segundo mes no pudo resistir más y, a pesar de su promesa, subió al granero. Cuando llegó ante la habitación de su nuera, pegó la oreja a la puerta. Ningún ruido, apenas se distinguía el batir suave y regular de un telar. Entonces, devorada por la curiosidad, la madre entreabrió la puerta, muy poco, justo el espacio necesario para lanzar una ojeada. Lo que vio le hizo lanzar un grito de espanto! Delante de un gran telar, una grulla cenicienta se arrancaba las plumas de las alas para fabricar la tela maravillosa, estaba llena de salpicaduras de sangre y su pobre cabeza estaba exsangüe. La madre se quedó petrificada en el umbral. La grulla cenicienta reunió las últimas fuerzas que le quedaban y se fue volando por la ventana.
Korato la encontró al atardecer en la linde del bosque. Sus alas mutiladas le habían impedido ir más lejos. La hermosa grulla cenicienta murió no lejos del pino en que Korato la había encontrado antaño, mientras el sol poniente acariciaba por última vez los tonos de pizarra, el cielo gris matizado de su plumaje desgarrado.
FIN.
Os deseo una muy buena semana, gracias por estar ahí y nos encontramos la próxima. Un abrazo.
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