Los misterios que rodean a un determinado monumento, sobre todo cuando plantean problemas de construcción que superan el entendimiento del pueblo, suelen derivar en leyendas que resuelven sus orígenes en clave prodigiosa, justificando el misterio a través de motivos sobrehumanos. Emblemática en este sentido es la que narra cómo y por qué se levantó el acueducto romano de Segovia, una de las obras más importantes que quedan en España de la época imperial.
Cuentan que en lo alto de la ciudad, en una de las mansiones que miran a vista de pájaro hacia la plaza del Azoguejo, vivía en tiempos remotos un importante patricio rodeado de criados, entre los cuales servía una muchacha que tenía como misión diaria la de traer agua de mesa para la mansión. Cada día tenía que bajar y subir las largas cuestas y atravesar la plaza, recoger dos cántaras de agua del lejano manantial y regresar cargada con ellas. Poco a poco, a lo largo de días y más días de repetir la misma faena, la muchacha se había ido agotando de cansancio, hasta que llegó un momento en que sintió que las fuerzas habrían de fallarle y le sería imposible seguir cumpliendo con su tarea. Sin poder elegir entre la perspectiva de perder el empleo o la de morir agotada, se dejó caer una tarde al borde de la cuesta y, desesperada por su suerte, invocó al diablo, prometiendo entregarse a él si le echaba una mano para ayudarla.
Naturalmente, como suele suceder en estos casos, salió de la tierra una llamarada y el diablo en persona se presentó inmediatamente ante ella, vestido de tal modo que no ofrecía dudas a la que la había invocado. Venía dispuesto a firmar el pacto que la muchacha le acababa de proponer con el pensamiento y, feliz de poder encontrar una víctima tan joven y tierna, le prometió que en una sola noche haría llegar el agua hasta el borde de la casa de su señor, pero ella, a cambio, le haría allí mismo donación de su alma, mediante la aceptación de las condiciones expuestas en un pergamino que habría de firmar con su propia sangre. La muchacha, que era humilde, pero en ningún caso tonta, reaccionó sagaz y, al tiempo que firmaba como el diablo le había dicho, impuso a su vez otra condición que hizo añadir a las cláusulas estipuladas: que fuera cual fuese la manera que el diablo empleara para cumplir su parte del pacto, la tarea estaría terminada antes de la salida del sol, que era cuando ella debía emprender su primera marcha hacia el manantial. El diablo ni siquiera dudó, convencido como estaba de que otros mil diablos habrían de acudir en su ayuda. Y aceptó la condición sin rechistar ni un segundo.
Caída la noche, cuando toda la población de Segovia se había acostado, se desencadenó una tormenta terrible. Al menos eso creyeron todos los segovianos a pies juntillas, aunque, en realidad, aquel apocalipsis de rayos y centellas estaba siendo provocado por un auténtico ejército de diablos y hordas enteras de titánes, cíclopes y trasgos que, bajo la dirección del Maligno, se habían puesto a la tarea de reventar canteras, tallar piedras, cavar zanjas y levantar a toda prisa las impresionantes pilastras de piedra que, sin cal ni mortero, formarían las filas de arcos sobre los cuales pasaría la acequia que habría de traer el agua desde el lejano arroyo Acebeda.
La joven sirvienta, qué era la única que conocía la razón de aquel tumulto tempestario y no había podido conciliar el sueño, miraba desde su ventana cómo la obra avanzaba diabólicamente rápida y cómo, si todo aquello llegaba a buen fin, según parecía, su alma estaría definitivamente perdida al amanecer. Asustada y arrepentida ya de su pacto, comenzó a rogar a los cielos para que viniera alguien en su ayuda, pero el cielo sólo respondía con silencio administrativo y nadie se dignaba escucharla. La plaza del Azoguejo se iba viendo ya coronada con la impresionante perspectiva de la titánica obra de piedra que los demonios estaban terminando de levantar y el diablo en persona, dando órdenes y profiriendo gritos de mando, colaboraba en aquel sarao trayendo por los aires las piedras más pesadas como si fueran plumas y colocándolas con toda exactitud en los lugares más precisos. Las horas pasaban y el monumental acueducto estaba casi concluido. En realidad, apenas faltaba colocar una piedra en la pilastra central que remataría aquella obra que, de haber sido levantada por seres humanos, habría tardado muchos años en verse concluida.
Y ya venía el diablo cargado con aquella última piedra desde la lejana cantera serrana cuando, de pronto, cantó el gallo del amanecer. El Maligno se detuvo en el aire apenas un segundo, sorprendido por aquella llamada que le pareció cantada a destiempo, porque todavía parecía noche cerrada. Pero ese segundo bastó y, cuando el señor de los infiernos aún no había alcanzado el lugar donde tenía que depositar su piedra, el primer rayo de sol asomó por el horizonte. Había perdido su apuesta.
Cuando los vecinos de Segovia se levantaron aquella mañana, vieron el monumento terminado ya en su sitio y nadie acertó a adivinar por qué estaba allí y quién lo había construido. Sólo la joven sirvienta, asustada aún por el destino fatal que a punto estuvo de cumplirse, corrió a la catedral y le contó al primer sacerdote que encontró en el camino todo cuanto había sucedido, punto por punto. Y muy pronto, la ciudad entera supo de aquel prodigio infernal. Y, en acción de gracias por el milagro que impidió su remate, llevaron en procesión hasta el acueducto una imagen de Nuestra Señora y otra de San Esteban protomártir, que era entonces el patrón de los monederos segovianos, y colocaron ambas una a cada lado del hueco que dejó la piedra que el diablo no tuvo oportunidad de colocar para rematar completamente su obra titánica. Y allí siguen las imágenes, protegiendo el diabólico acueducto que, desde aquel instante, cumplió con toda propiedad con su tarea de traer hasta la ciudad el agua que tanta falta le hacía, ahorrando el trabajo de tantos aguadores que, lo mismo que la muchacha de la historia, pudieron desde entonces cumplir con su tarea de forma más llevadera. En cuanto al diablo, hay quien dice que se le ve algunas noches, sentado en lo alto del acueducto, mirando a sus pies sin comprender todavía qué le pudo hacer fallar en su sano propósito de llevarse un alma más a los infiernos.
FIN.
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El pasado nos reserva a veces sorpresas que nos resultan difícilmente comprensibles, porque no parecen concordar con los esquemas mentales que ordenan la Historia y suelen regir nuestro comportamiento. Es entonces cuando germinan las leyendas, como explicación mítica y arracional de circunstancias que nuestra razón no alcanza a captar plenamente. En cierto modo, éste es también el motivo por el que nació, ya en tiempos remotos, la leyenda del célebre acueducto romano de Segovia, en la que vemos cómo un monumento tan impresionante como éste fue supuestamente levantado apenas para otras cosa que para ayudar en su trabajo a cierta personilla de baja condición y carente de importancia en el contexto social de un determinado colectivo.
Esperando os haya gustado y daros como siempre las gracias me despido con un abrazo y hasta la semana que viene, Una muy buena semana para tod@s.
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